Y pese a todo, cuando llegó el día, mi corazón estaba agitado, y no estaba sincronizada. Sí, mi mente, mi cuerpo y mi alma andaban palpitantes y separadas, entre las horas desfasadas de sueño y la semana intensa de conferencias y competencias vividas en la Universidad previamente.
Inicié el camino a Santiago de Compostela con el clásico clima de Galicia de la temporada otoño-invierno: nublado, frío y lluvia, para mi suerte solo una garúa.
A medida que avanzaba, y me alejaba de la ciudad que tenía como punto de partida, mis ojos se llenaron de un verde vibrante y cobrizo paisaje, de un silencio solo interrumpido por el crujir de las hojas a cada paso y un aroma ácido y dulce propio de las campiñas entre el bagazo de las uvas y la bosta de vaca.
Y escuché con suma conciencia mi respiración jadeante, delatando el estado físico fruto de tantos años en mis castillos de melamina, tras las cuestas interminables del norte de España.
Silencio, frío, y el sol haciendo lucir la paleta de colores de la serena Galicia.
La soledad justa y la compañía oportuna de peregrinos en los tramos necesarios, me hicieron sentir el guiño cariñoso del Todopoderoso.
No era la temporada del bullicio y el trajinar multitudinario. Fue un tiempo regalado que me permitió en cada paso integrar mi alma a mi mente y cuerpo.
Y es así que comprendí que se hace camino al andar, porque un mismo sendero lleva a distintos puntos, de acuerdo a la necesidad del peregrino que lo recorre.
Se hace camino al andar …
Me había preparado teóricamente. Desde videos explicativos hasta blog con los tips y las experiencias más variadas.